La conciencia de la clase obrera no puede ser una verdadera conciencia política, si los obreros no están acostumbrados a hacerse eco de todos los casos de arbitrariedad y opresión, de violencias y abusos de toda especie, cualesquiera que sean las clases afectadas; a hacerse eco, además, desde el punto de vista socialdemócrata, y no desde ningún otro.

V.I. Lenin

Introducción

A día de hoy, las palabras de Lenin en su obra Qué hacer parecen haber sido completamente olvidadas, quizás a excepción de la parte referida al «punto de vista socialdemócrata». Toda aquella persona que haya tenido la inquietud de leer a Lenin comprende a la perfección que el término «socialdemócrata» respondía al contexto histórico del desarrollo de la política socialista y que, tras la ruptura con la II Internacional, este sería reemplazado por el término “comunista”.

Iniciamos este análisis citando al revolucionario ruso, no en una vulgar señal de añoranza folclórica ante la debilidad del movimiento revolucionario, sino porque no consideramos que en menos palabras se pueda ser más certero. Cerca de 120 años han pasado desde que se escribiera el Qué hacer, y si 54 años antes, Marx y Engels señalaban en el Manifiesto Comunista que el espectro del comunismo se cernía sobre Europa, en el presente, podemos afirmar que el espectro ha atravesado hasta el lugar más recóndito del mundo. Sin embargo, actualmente el comunismo se encuentra en la UCI y una colonia de parásitos reclaman su herencia antes de poder darle muerte.

En la Crítica al Programa de Gotha, Marx atacaba la concepción, aun en un estadio débil, de lo que empezaba a ser el economicismo y el obrerismo tal y como lo conocemos. Dicha obra se puede considerar como una de las primeras críticas mordaces hacia las concesiones a la pequeña burguesía lassallana y al reformismo y oportunismo político que comenzaba a asomar la cabeza en la socialdemocracia alemana del momento. Pareciera que hoy en día, ciertos sectores que pretenden erigirse en vanguardia del movimiento revolucionario son alumnos aventajados que han aprehendido más de las concepciones de Lassalle que de la propia experiencia y praxis marxista-leninista.

Al final, y no es de extrañar, lo que se deduce de todas estas posturas que vuelven a intentar infectar el movimiento es la poca o nula cientificidad en la elaboración del análisis y, por lo tanto, la nula capacidad de elevar el socialismo científico a su lugar correspondiente. Pero tampoco sería honesto por nuestra parte culpar a esta amalgama de reaccionarios de caer en errores propios de un desarrollo científico humilde pero incompleto. Su ponzoñoso relato es fruto de la aceptación consciente del status quo, y al igual que tantos antes de ellos, serán relegados al olvido político en pro de la lucha revolucionaria.

¿Qué es el obrerismo?

En lo relativo al concepto de «trabajo», que es en torno al cual pivota toda la concepción obrerista que nos ocupa, Marx aludía a que no es este la principal fuente de toda la riqueza, ya que de esta manera quedaría dispuesto todo sobre el mismo y alejaría la cuestión eminentemente política hacia lo puramente laboral (material). Incidía en que es la naturaleza y la fuerza de trabajo —derivada de ésta—, así como la disposición de otros medios provenientes de la misma, las que pueden ser consideradas como fuente de toda la riqueza.

El obrerismo pretende afirmar que la clase trabajadora —más bien su estrecha, torticera e interesada visión de la misma— es la consignataria de la Historia. De esta forma, se obvia que esto solamente es posible a través de la propia auto-constitución como sujeto político primero, y revolucionario en último término. En definitivas cuentas, lo que ya en su momento Marx definía como «clase para sí» y que el obrerismo no deja de pervertir.

Incluso el auge contrarrevolucionario del obrerismo guarda toda relación con la vieja conocida práctica chovinista y social-chovinista que se observa en varias organizaciones del Estado español autodenominadas «obreras» o incluso pretendidamente «comunistas».

Haciendo lo que se presupone de cualquier comunista y revolucionario, también queremos efectuar, de nuevo, otra mirada analítica al pasado (a los que nos precedieron) para comprobar, como no podía ser de otra manera, que el debate en torno al obrerismo ya fue, en su contexto histórico y época concreta, buenamente tratado.

Nos situamos en 1890, con una correspondencia entre Engels y Joseph Bloch, que comienza de la siguiente manera:

Según la concepción materialista de la Historia, el factor que en última instancia determina la Historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda.

Estas palabras no pueden ser más claras, pero no queremos rescatar dicho texto por lo demostrado, sino como condición necesaria para el estudio sereno y pormenorizado que merece la cuestión a tratar, y para despojar de cualquier atisbo de duda —sea este el caso— o de mala intencionalidad —como hoy se acostumbra—, la autocrítica de nuestro proceder es fundamental. En este texto, ya Engels hace suya la autocrítica de manera más o menos tácita cuando escribe lo siguiente:

El que los discípulos hagan a veces más hincapié del debido en el aspecto económico, es cosa de la que, en parte, tenemos la culpa Marx y yo mismo.

¿Es esto una enmienda a los postulados que impregnaban la teoría revolucionaria que acontecía en el momento? De ninguna manera podemos afirmar eso, sino que, por el contrario, lo que sí se puede corroborar —en propias palabras de Engels en dicha carta— es que a veces, en multitud de ocasiones más bien —sobre todo en la actualidad— no se tiene el tiempo, el espacio y la ocasión necesaria para abordar la cuestión como merece. En aquel periodo, el análisis concreto de la situación concreta hacía que frente a los enemigos políticos se tuviera que remarcar y poner el énfasis en determinados aspectos a pesar de descuidar otros. Pero superado el momento, e incluso ya entonces como señalaba Engels, no cabe posibilidad de error alguno en esta materia.

El obrerismo hoy: crítica a su base teórica

Uno de los principales productos teóricos que ha servido de base para la construcción en ciernes del proyecto político obrerista en el Estado español, sin lugar a dudas, ha sido La Trampa de la Diversidad, de Daniel Bernabé (2018). Es cierto que el autor no ofrece ningún análisis que no fuese previamente realizado por los economicistas del siglo XIX, sin embargo, debemos reconocerle el dudoso honor de haber recuperado una de las herramientas más importantes utilizadas contra el auge del movimiento revolucionario.

La tesis que el autor plasma en este libro se basa en la creencia de que la identidad de clase del obrero, desarrollada durante el siglo XIX y XX, se ha visto fragmentada y transformada por la acción del «mercado de la diversidad». El obrero, bajo el beneplácito de la izquierda institucional, ha dejado de organizarse de forma colectiva en torno a su clase —la identidad de clase es sensible al cómputo global de los trabajadores—, para hacerlo en base a la parcialidad de otras identidades no accesibles —y por lo tanto disgregadoras— al conjunto de la clase obrera. Esta situación ha derivado en el debilitamiento de la lucha obrera (económica), en favor de la ideología burguesa que atraviesa a la totalidad de estas «luchas parciales» —LGBT, feminismo, antirracismo, etc.—. La izquierda que debería erigirse como vanguardia del movimiento obrero ha caído en la supuesta «trampa de la diversidad». Por esta razón, el deber prioritario de la izquierda debe pasar por la recuperación de la identidad obrera con objeto de lograr construir un movimiento firme y sólido que pueda luchar por los intereses de los trabajadores.

En resumidas cuentas, esta es la tesis principal que a día de hoy conforma la base ideológica del obrerismo. Y es que la historia siempre se repite dos veces. Que la burguesía se ha apropiado y aprovechado, en parte, de ciertos movimientos políticos es una realidad que a nadie descubre el autor; así ha sido siempre. Pero que a partir de esta premisa se concluya que la participación directa de la clase obrera dentro de determinados movimientos políticos haya derivado en la pérdida de su identidad de clase y en el debilitamiento de la organización obrera, es completamente erróneo. También creemos que es erróneo considerar que la izquierda —en abstracto—, sumida en el campo ideológico burgués que representa la diversidad como producto, sea la responsable de la ruptura del movimiento obrero. En primer lugar, porque el movimiento obrero que actúa en el terreno de la lucha económica —principal reivindicación del obrerismo—, jamás se ha desarrollado al margen de la ideología burguesa. Y en segundo lugar, porque la culpabilidad de la izquierda conlleva la existencia de un periodo contrario donde esta se encontraba en confrontación directa con la ideología dominante. Por nuestra parte no consideramos que ninguna organización política institucional, desde la izquierda más «radical» (IU/PCE y Podemos) a la más conservadora (PSOE), al menos desde la Transición, se hayan encontrado fuera del terreno ideológico delimitado por la burguesía nacional e internacional.

Para no desviarnos de la crítica objeto de este análisis, tal y como comentábamos anteriormente, para el obrerismo el desarrollo de la lucha económica, que no es otra que lucha sindical, debe marcar el eje de actuación de las organizaciones de izquierdas. La lucha política, aquella que se organiza contra toda forma de opresión que la burguesía ejerce a través del aparato de Estado, debe quedar relegada a un segundo plano.

En el siglo XVIII y XIX, el desarrollo de la gran industria, que sustituyó a los antiguos talleres, trajo consigo la agrupación del proletariado —anteriormente disperso—. De esta manera, los desmanes de la burguesía dejaron de ser percibidos por la clase obrera de forma aislada y pasaron a ser percibidos como algo común que afectaba al conjunto de los trabajadores. El proletariado desarrolló así una conciencia colectiva —ahora perdida, según el obrerismo— que derivó en un fuerte afán de unidad. Al principio, las primeras huelgas iban acompañadas de la destrucción espontánea de maquinaria, sin embargo, a partir de las experiencias ofrecidas por estas formas de lucha embrionarias comenzó la organización de «huelgas conscientes». De la resistencia colectiva contra la sumisión servil se dio el salto a la redacción de reivindicaciones específicas, a calcular los mejores momentos para realizar las huelgas y a aprender de las experiencias vividas por otros compañeros. El obrero, a través de su propia experiencia, identificó la existencia de intereses contrapuestos a los de la burguesía y se organizó por la mejora de sus condiciones inmediatas. Por su parte, la burguesía, aliada con el Estado, también adoptó nuevas formas de lucha: la clase obrera ya no se enfrentaba a tal o cual patrón, sino que lo hacía a la clase capitalista en su conjunto. La lucha de clases en el periodo de la gran industria tomó forma.

Como vemos, la lucha sindical surgió como algo natural al desarrollo del capitalismo, por lo que jamás supuso una amenaza real para el mismo. Si el proletariado quería librarse del yugo capitalista, debía dejar de limitar su campo de actuación al ámbito económico y constituirse como clase que ostentara el poder político.

Entre los éxitos del marxismo, precisamente, se encuentra la unión en un solo haz inseparable de la lucha económica y política de la clase obrera. Mientras que los partidarios acérrimos de la burguesía y el Gobierno siempre han intentado crear asociaciones de obreros de carácter puramente económico para desviarlos del socialismo, el marxismo concluyó que la lucha de clases del proletariado debía estar conformado por la lucha económica —por la mejora de sus condiciones laborales— y de la lucha política —por la ampliación de los derechos del pueblo—. Lenin respondía sobre la significación de la lucha política de la clase obrera de la siguiente manera: Significa que la clase obrera no puede luchar por su emancipación sin conquistar influencia en los asuntos públicos. Y es que para que la clase obrera logre alcanzar el poder político, en primera instancia, debe poder mirar cara a cara a una burguesía consciente de todos los fenómenos políticos que transcurren en una sociedad estructurada bajo su dominio. La relegación del obrero a la esfera económica se traduce en otorgar una carta blanca a los capitalistas para que dirijan aquellos movimientos políticos derivados de la opresión que ellos mismos ejercen, quedando desvirtuados de cualquier contenido revolucionario. En este punto, recomendamos volver durante unos segundos a la cita con la cual iniciábamos este análisis.

Al contrario que el sindicalismo, el socialismo se originó en contraposición al capitalismo. Por esta sencilla razón, la ideología socialista únicamente puede imprimirse en el obrero desde el exterior —no nace espontáneamente a partir de sus experiencias inmediatas—. Esto quiere decir que para que la clase obrera pueda transformar su conciencia, adquiriendo un carácter político, no debe limitarse únicamente a participar en movimientos de esta índole, sino que tiene que hacerlo desde una perspectiva socialista. Imprimir esta perspectiva es el deber de los revolucionarios, de aquellos quienes queremos que la clase obrera ocupe el papel que históricamente le pertenece. Por desgracia, a día de hoy, en el Estado español no existe una estructura organizativa capaz de asumir dicha tarea. En todo caso, construirla debería ser la tarea prioritaria.

Conclusiones

Si bien el desarrollo de la lucha sindical sigue siendo importante, y no debe ser abandonada, desde que finalizó el periodo más duro de la pandemia, es decir, desde que las restricciones sociales menguaron, hemos podido observar cómo la organización en torno a demandas económicas ha seguido produciéndose todas las semanas dentro, fuera y pese a los sindicatos mayoritarios. La propia realidad práctica de la lucha económica ha demostrado que la tesis ofrecida por La Trampa de la Diversidad no es más que el fruto de la intelectualidad burguesa que analiza los movimientos sociales tras una pantalla, desde la comodidad del sofá y no como un agente activo en los mismos. El teoricismo y el practicismo son dos caras de la misma moneda.

La lucha LGBT, feminista, antirracista, etc., constituyen, por norma general, movimientos de masas de carácter político inmersos en la lucha de clases. Cómo tal, la participación del obrero en los mismos es necesaria, pues representan problemáticas de carácter público derivadas de la gestión política capitalista. Además, estos movimientos no pueden entenderse como algo ajeno, sino como una lucha que atraviesa directamente a la clase obrera. Aunque a la mayoría de reaccionarios les cueste apreciarlo, la clase obrera también es LGBT, mujer, racializada, etc., y ocupan una posición de subordinación concreta y diferenciada en la división social del trabajo y en las tareas de producción y reproducción social. Esta situación conlleva una serie de reflexiones y opresiones específicas que, si bien derivan del mismo punto, no siempre conllevan pasos estratégico-tácticos similares.

No se ha perdido la identidad obrera, sino la conciencia política: la tarea prioritaria para los revolucionarios es recuperar la identidad revolucionaria.  La institucionalización nacional e internacional de los Partidos Comunistas fue la gran derrota del movimiento revolucionario. Actualmente, la clase trabajadora carece de una herramienta capaz de elevar su conciencia y de ofrecer una estructura organizativa cualitativamente superior capaz de señalar la irreconciabilidad entre clases y de poner en el centro del tablero político el conflicto capital-trabajo. Para poder asumir el conjunto de tareas que hemos mencionado durante el análisis es necesario devolver a los obreros esa herramienta; es imprescindible la reconstitución del Partido Comunista.

Daniel Bernabé ya ha logrado su objetivo: participar activamente en eventos de los partidos y sindicatos del Régimen y colaborar con los medios de comunicación de la burguesía. Ha conseguido su asiento en la mesa redonda de la socialdemocracia española. Nuestro deber es devolverlo —junto con otros tantos reformistas— al lugar que le corresponde, al vertedero de la historia.

De las consecuencias prácticas del obrerismo hablaremos en un siguiente análisis para el Hilo Rojo, pero como seguro que a nadie se le escapa, uno de sus más notables resultados es el Frente Obrero. Y su objetivo, al igual que el de Bernabé, no es otro que abrirse paso en la esfera de la socialdemocracia para alimentar su bolsillo.

Por nuestra parte, frente a quienes pretenden tergiversar el marxismo y aniquilar el movimiento revolucionario recuperando viejas tesis elaboradas por las organizaciones políticas de la burguesía, nosotros les decimos: o ideología socialista o ideología capitalista, no hay término medio.

Bruno Daimiel y Joaquín Cohen