En la portada puede observarse a Vera Ivánovna Zasúlich disparando a Fiódor Trápov, gobernador de San Petersburgo. V.I. Zasúlich fundó, junto a Gueorgui Plejánov y otros revolucionarios rusos la organización marxista Grupo para la Emancipación del Trabajo, semilla del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia.

La revolución no puede reducirse al momento insurreccional, ni al proceso paulatino de transformación social que no contemple como resultado la toma violenta del poder. Tendemos a separar lo cuantitativo y lo cualitativo. Por eso hay quien ve la revolución únicamente como el día en el que la cúpula del Partido traza en un mapa el plan de la insurrección. Por otro lado, existen quienes sólo la contemplan como un proceso exento de la violencia revolucionaria. Unos rechazan mancharse las manos de tinta tipográfica, otros rehúyen el derramamiento de sangre. Nadie lo reconocerá abiertamente, claro. Empezando por el hecho de que para poder reconocer algo primero hay que adquirir conciencia de su existencia.

La vanguardia debe preparar al proletariado para erigir su Estado, es decir, organizarlo en clase dominante. El Estado actual, herramienta de la oligarquía internacional, no puede «morir»  ni ser «transformado». Únicamente puede ser destruido por la acción del movimiento revolucionario. Sólo tras culminar ese proceso podremos hablar de la «extinción» del Estado.

Este horizonte estratégico es, más o menos, compartido por una buena parte de nuestro movimiento. Sin embargo, tenemos graves problemas a la hora de establecer tareas tácticas y concretar nuestras acciones. ¿Qué hacer cuando ya tenemos un grupo estable de militantes que comparten objetivos estratégicos? ¿Cómo articular el proceso que nos lleve hacia el momento?

Una de las primeras tareas es aprender y enseñar sobre la táctica y la estrategia con un objetivo claro: cada militante debe comprender que organizar la revolución no es una acción atrapada en un horizonte lejano, sino lo que ya está haciendo —o lo que debería estar haciendo— en su día a día. En este sentido es preciso rehuir la épica y discursos grandilocuentes. El asalto final no se va a hacer mañana y esto no es una especie de mala suerte que nos ha tocado vivir por haber nacido demasiado pronto o demasiado tarde, sino que son las condiciones concretas en las que nos toca desarrollar nuestra actividad. Debemos interiorizar que nuestra militancia puede (y debe) ser revolucionaria aunque no estemos en un momento revolucionario.

Hay quienes no saben qué hacer cuando las masas están dormidas y, por el contrario, existen quienes se pierden cuando estas entran en ebullición. Un revolucionario no puede quedarse atónito ante levantamientos espontáneos de nuestra clase, ni tampoco puede desvanecerse cuando un estallido agota su potencial.

Estamos inmersos en un momento en el que es preciso reivindicar el trabajo alejado de los focos, muy poco espectacular y sin puesta en escena. Porque no hay nada que escenificar. La revolución no es teatro, la historia no es atrezo y la militancia no son actores y actrices. No buscamos la ovación del público. Nuestro objetivo es aprender a establecer objetivos tácticos, cumplir de manera concienzuda cada tarea sin buscar otra recompensa que el avance en la hoja de ruta marcada.

Todo lo anterior suena duro, ¿no? Yo diría que hasta desilusionante. Y hay quién diría que sin ilusión no se puede vivir. Me alegra que salgan estas críticas porque revelan una verdad de fondo: en nuestro movimiento todavía hay demasiados charlatanes únicamente dispuestos a trabajar a cambio de algo. Aunque sea a cambio de «ilusión». La situación es excelente. Las propias condiciones actuales constituyen filtros o líneas de demarcación entre quienes trabajan por la revolución y aquellos que lo hacen por la ilusión.

La ilusión que logra alcanzar un revolucionario no tiene nada que ver con la ilusión de un activista. Un militante sueña y se ilusiona, pero lo hace realizando escrupulosamente nuestra fantasía. Por eso se entusiasma incluso con aquellas tareas que a cualquier otra persona le podrían parecer un rollo. Porque un militante sabe y ve con claridad cómo su actividad diaria contribuye activamente a la liberación de la humanidad. No necesita que sus acciones se vean espectaculares. No busca ser aupado. Lo que busca es avanzar en el proceso revolucionario, acercar el día de la victoria. Cuando esto ocurre y nos damos cuenta, nuestros corazones se llenan de la mayor y la más pura de las ilusiones.

Abandonar la espectacularidad de lo efímero y abrazar aquel trabajo que sólo trae aparejado más trabajo. Este es el acto de disciplina consciente que cualquier militante debe estar preparado para llevar a cabo. Y esto es un filtro natural para desembarazarnos de aquellos elementos que anidan en el movimiento comunista únicamente para alcanzar algún fin personal.

La disciplina leninista hace cien años generaba pavor entre intelectuales radicalizados. Aquellos que ponían el grito en el cielo contra el autoritarismo, el bonapartismo y la falta de libertad de crítica. Más de cien años después la cosa no ha cambiado tanto. Intelectuales con conciencia pequeño-burguesa siguen teniendo problemas para asumir la disciplina. Se oponen tajantemente al centralismo democrático y la dictadura del proletariado (también, y especialmente, en el seno de una organización revolucionaria). Fuertes son las ataduras de la propiedad privada, muy tentadoras son las perspectivas de una vida tranquila al amparo del orden imperialista; y romper con ello tiene mérito. No obstante, un proletario que no tiene nada en propiedad, que carga con el peso de las deudas y que sabe que el universo no tiene ningún plan particular para él, ese proletario sigue siendo quien abraza con ilusión la disciplina por ser consciente de sus implicaciones. Con esa disciplina empieza la muerte de lo burgués.